Finalmente, he tenido la oportunidad de conocer y ascender al monte Sinaí, lugar mítico si los hay. A fuer de buenos deportistas, con mi amigo Nicolás nos negamos a subir y bajar en camello, para hacer la experiencia a pié. Salimos a la una de la mañana caminando desde Santa Catalina –el pequeño pueblo al pie del monte, que lleva el mismo nombre que el antiguo monasterio cristiano ortodoxo- y llegamos casi a las cuatro al refugio próximo a la cima; llegamos como pudimos, pero llegamos. Claro que los últimos setecientos escalones que separan el refugio de la cima (en la que se encuentra una pequeña capilla) casi acaban con nuestras piernas y las pocas fuerzas que nos quedaban. No miento si digo que casi la mitad del trayecto lo hicimos a cuatro patas, pues estábamos exhaustos.
De la subida no puedo contar mucho más, pues el trayecto fue hecho a noche cerrada, pero al despuntar el alba y hacer el tramo desde el refugio a la cima, ya pudimos ver claramente la manada de camellos que venían en fila india trayendo a varios abnegados –pero descansados- peregrinos, entre los que se encontraba un grupito de cristianos coreanos que no paraban de rezar y alabar a dios. Y no era para menos, estábamos -supuestamente- en el mismísimo lugar en que a Moisés le fueron entregadas las tablas de la ley.
Para nosotros no fue tan mística la visita, tal vez porque dios no nos había convocado, o quizá por falta de fe. La verdad es que allá arriba había temperaturas bajo cero y un viento que cortaba la cara, así que el castañetear de dientes me impedía cualquier rezo devocional y la mitad de las fotos me salieron movidas. No así a otros fieles que sí se ve que tenían la fe bien puesta porque adoraban al sol que se asomaba a falta de otra deidad en los alrededores; algunos estallaban en llantos histéricos, o místicos, depende de quién cuente la historia, otros sacaban de entre las camperas y frazadas –alquiladas en el refugio, para mayor gloria de dios- unos rosarios con los que rápidamente acompañaban aves marías y cosas así, todo siempre escrutando el horizonte pues el mito dice que la salida del sol en el monte Sinaí es la más bella del mundo. La verdad es que el espectáculo es bello, muy bello, pero me lo supongo igual de bello que en la cima de cualquier otra montaña de cualquier otro punto del planeta. Debo confesar que fui un poco engañado, pues antes del viaje estuve chusmeando en internet fotografías del monte Sinaí, una más espectacular que otra, pero creo que más a causa del Photoshop que de la mano divina.
En fin, la cuestión es que allí estábamos, rodeados de devotos peregrinos rezantes/adorantes que mostraban una reverencia ante la situación, que ni el mismo Moisés la habrá tenido, y eso que a él se le apareció dios mismo flotando en una nube negra, según dice la biblia.
Y yo no podía dejar de pensar en eso, en la biblia, y en como dios llamó a moisés, a él solito, so pena de liquidar con un rayo a cualquiera otro que suba a “la oscuridad del monte”. Pensaba en cómo un lugar tan bello se me hacía tétrico y tenebroso a causa de tanta amenaza proferida por dios, que en vez de disfrutar un rato con su amigo, prefería tratarlo como a un estúpido y amenazarlo con todos los males cada cinco minutos. Que dios más feo, pensé para mí. Muy malo. Nada que ver con el tenemos ahora que reparte amor y pruebas de fe –ahora les dicen así a lo que antes eran castigos y venganzas- a diestra y siniestra.
Por suerte no nos tocó ninguna prueba de fe –que siempre suelen ser terribles para el pobre puesto a prueba- porque seguro que la nula fe que al menos yo tenía (mi amigo sí que cree, aunque no tanto como los coreanos) se me hacía más nula todavía, más porque nunca entendí porque a algunos les tocan puras pruebas y a otros todas la bendiciones. Dios sabrá, como decía mi abuela.
Finalmente el amanecer amaneció y nos decidimos a descender, de nuevo a pie porque era más fácil. A la mitad del camino nos encontramos a una de las ovejitas coreanas que se desmayó, cayó al piso y abandonada por el resto del rebaño, vaya a saber porqué, pataleaba como poseída desde entre las piedras. Lo más lindo y místico del asunto es que cuando fuimos a ayudarla tratando de que nuestro español parezca coreano o al menos inglés, la santa mujer se negó rotundamente. Como pudo se puso de pie e intentó seguir su marcha pero a los tres o cuatro pasos fue a dar al piso de nuevo y de nuevo negarse a que la levanten, a tomar agua y a todo en general. La pobre se ve que estaba realizando alguna imaginaria prueba de devoción o algo así, o tal vez estaba simplemente más loca que cualquiera de las cabras que pasaban por ahí. Luego llegaron algunos guías beduinos y aprovechamos a retirarnos no sin antes pensar mirando al cielo: “Señor, porqué la has abandonado”. Nadie respondió.
Luego de una caminata interminable llegamos al monasterio al pie del monte. Nueva caminata interminable para poder entrar y por fin, entramos. Apenas al ingreso de la iglesia, pues las reliquias son tan caras, tan de oro, tan divinas y tan importantes que están bien lejos para que nadie las dañe o robe, así que las miramos de lejos bajo la atenta mirada de un monje que se me asemejaba al dios de Moisés y a todos los íconos bizantinos que había por ahí: tenía esa mirada que casi seguro puede matar, que estaba bien a tono con el lugar, el monte y el dios al que tan bien representaba.
En donde sí se podía entrar –si uno se aguantaba la cola y los empujones- era a los puestos de venta, donde los fieles se afanaban en cambiar dinero por fe o algo así (debe ser por eso que no hubo pruebas allá arriba, estaban todas aquí abajo y a unos precios que ni te cuento). Parece que la consigna era que cuantos más recuerditos comprabas, más medallitas, estampitas, libros y falsos iconitos –muy simpáticos por cierto- más fe tenías y además podías llevarla de regalo a los amigos.
Una vez más hicimos gala de nuestro ateísmo y no les gastamos ni un mango, porque ni la entrada pagamos –andábamos con un beduino que era conocido de los curas- además yo había leído por ahí que no sé qué problema tuvo Jesús con los mercaderes en el templo, pero se ve que al final quedaron todos amigos porque los mismos monjes eran los que vendían –en todos los idiomas- las chucherías para los devotos. Es muy probable que me haya perdido alguna revelación al respecto.
En fin, el caso es que entre tanta mística de opereta y tanta fé de bazar, la imagen que me quedó del monte no fue la más pintoresca. Más tenebroso se me volvió, más oscuro, más indigno, cubierto por un cielo amenazante, con nubes y con tormenta, a pesar del sol.
Sharm El Sheik, invierno de 2012