"La sal viene del norte, el oro viene del sur y el dinero del país del hombre blanco. Pero los cuentos maravillosos y la palabra de Dios sólo se encuentran en Tombuctú."
Proverbio maliense
Tombuctú es una ciudad mítica, pero real. La ciudad de los 333 santos, marca la frontera entre la sabana y el desierto del Sahara; fue fundada en el año 1.100 por los Tuareg y llamada a ser el punto de encuentro comercial e intelectual más importante de la región; aquí se encuentra la universidad de Sankoré, la más antigua del mundo. A Tombuctú acudieron estudiosos de toda el África y comerciantes de todo el mundo conocido, incluso los mercaderes genoveses, venecianos y granadinos la tuvieron entre sus principales destinos.
Hoy, como tantas otras veces en su larga historia, Tombuctú es una ciudad sitiada. Ya no hay cuentos maravillosos, la sal y el oro se han esfumado y parece que Dios se olvidó de ella. Poca vida hay en sus calles y menos aún entre sus habitantes; la tristeza se siente, se huele, se vive.
Hace dos años, grupos islamistas tuaregs afiliados al Movimiento nacional de liberación del Azawad (MNLA) junto al grupo ultrarreligioso islámico Anzar Dine (Defensores de la fe) tomaron Tombuctú (y buena parte de Mali) con la intención de promover en la región un estado independiente y regido por la Sharia; poco pudo hacer frente a ellos el ejército maliense, con hombres mal entrenados y vetustas armas. No fue hasta la intervención del ejército francés, con aviación y bombardeos incluidos, que se logró hacer retroceder a los tuaregs desde las puertas de Mopti, al centro del país, hasta la región de Gao, al borde de la frontera con Argelia al norte y Níger al este.
El caso es que los islamistas se hicieron fuertes en Tombuctú y durante un año fueron sus amos; recién a inicios del 2013 la ciudad fue tomada por los franceses y expulsados los Tuareg.
A esta Tombuctú llegamos atravesando retenes del ejército maliense y francés que parecen inacabables.
A poco de llegar al hotel se presenta una patrulla francesa, averigua quiénes somos y qué hacemos en ese lugar olvidado del mundo. ¿Qué puedo decirles con mi pobre francés? Los dos sonrientes Rambos -no sé si del ejército o la Legión extranjera- serían incapaces de comprender lo que buscaba allí, tal vez ni siquiera yo lo sabía bien.
No importa que buscaba, lo que importa es lo que encontré: la ciudad más triste del mundo, lamiéndose las heridas de una guerra reciente, tan llena de soldados y niños que no ríen y adultos que no hablan y sólo miran sin mirar. ¿Qué les diría a los soldados? Tan orgullosos de parecer personajes de película y traídos a reparar el desarreglo que sus padres hicieron hace tiempo. Y cuando digo reparar quiero decir completar, porque Mali tiene un tajo que sangra y nunca va a parar porque los Dráculas franceses y sus amigotes aún tienen mucho para chupar.
En fin, que nada, que María Inés, mi entrañable amiga y compañera de viaje -de este y otros que nada tienen que ver con geografías- y yo estamos de paseo, aunque suene inverosímil.
Pero les encanta que estemos de paseo, eso viene a demostrar que ya no hay peligro en Tombuctú. Siempre sonrientes nos dejan un teléfono, por si las moscas o los islamistas Tuaregs o la pena.
Pero la pena no, a esa hay que aguantarla.
Cenamos en el empobrecido “restaurante” del hotel, un cobertizo de paja levantado sobre unos pocos troncos en la vereda de enfrente. Encargamos el menú único de la casa: más arroz con pollo, casi nuestra única comida durante el viaje. Pollo que sea dicho, en ese momento correteaba junto a otros condenados por la calle de arena, en fin, que en una hora sería atrapado, muerto y cocinado. Había en realidad un solo pollo, que fue directo a las fauces de María Inés. A mí me tocaron en sustituto, un par de palomas que, ingenuas, pasaron cerca del restaurante.
Por la mañana salimos a ver Tombuctú y sobre la ciudad sitiada intento superponer las imágenes que mi imaginación me dice que debían estar: mercados abarrotados, gentes de todos lugares que van y vienen, las caravanas, los niños que juegan, los sabios y los santos, las bibliotecas y los manuscritos, mil años de historia inabarcable palpables en su bellísima arquitectura.
La arquitectura de Tombuctú -llamada sudanesa- es única. Obra del poeta y arquitecto granadino Abu Haq Es Saheli, constructor de la hermosa Mezquita de Djingareyber por encargo del gran Kanu Musa, rey del imperio de Mali y llamado rey de reyes, allá por el año 1327. Es Shalei encontró en el barro, el más humilde de los materiales, el camino para levantar una mezquita que debía compararse, según el pedido del rey, a las de La Meca o Bagdad.
 Años antes había escrito estas líneas:
"Poeta soy, y la arquitectura es la poesía del barro y la piedra. Por eso, al igual que canto y recito, algún día levantaré palacios y mezquitas".
Caminamos despacio por la ciudad quieta, veo algunas construcciones aún bellas en su abandono, la arena se cuela por todos lados decidida a apropiarse y sepultar un pueblo que quizá sepa que ya es un fantasma. Entramos al Museo Histórico, abierto para nosotros y nada más que para nosotros, gracias a los buenos oficios de nuestro guía, Mamadou. Tal vez no fueran buenos oficios, apenas desesperación. Mamadou no tiene nada para mostrarnos: no podemos tomar fotografías porque a donde quiera que apuntemos hay un puesto de algún ejército y, como sabemos, no les gustan las fotos; tampoco podemos salir al desierto pues los “buenos” no pueden garantizar nuestra seguridad. Las bibliotecas están cerradas y apenas el taller de un copista de manuscritos nos alimenta un poco la curiosidad. El sabio que íbamos a saludar decidió hace un tiempo tomar otros aires y su casa está cerrada.
Entramos a lo que queda del museo, una habitación grande domada por un polvo de años que cubre algunas piezas hace mucho tiempo descuidadas, fotos descoloridas y con los cristales rotos; objetos que envejecieron más en el abandono y que Mamadou se esfuerza en explicarnos qué eran o para qué servían.
Todo el tiempo camina junto a nosotros un joven a quien no conocemos, al ver que ya no nos queda nada de la nada que hay para ver nos invita a su tienda; es un herrero Bela que curiosamente vende artesanías Tuareg. “Curiosamente” porque no están bien las cosas entre los Bela y algunas tribus Tuareg que les exigen regresar a su condición de esclavos como lo fueron hasta fines de los años ‘60; él mismo cuenta, mientras Tombuctú estuvo tomada por los Tuareg islamistas, recibió un castigo de veinte latigazos por fumar en la calle. Otras familias Bela que encontramos en Bruá, una aldea Bozo a orillas del Níger, habían sido expulsados de Tombuctú y perseguidos por los islamistas por no someterse a la esclavitud; ahora eran un dolor errante por el país pues tenían miedo de regresar, pese a las promesas del gobierno de que estaba todo controlado.
Damos alguna vuelta, vemos las mezquitas, pasamos por el mercado –el único mercado silencioso en todo Mali- y nos quedamos largo rato en una terraza mirando los puestos de la calle. María Inés habla y compara todo lo que hemos visto en Mali -la vitalidad, la alegría, la simple vida de los hombres- con lo que vemos en Tombuctú. Y le parece otro país.
A regañadientes regresamos al hotel; a las 21 se suspende el servicio de agua corriente y poco después el de energía eléctrica hasta la mañana del día siguiente. Los automóviles no pueden circular de noche y solo es posible abandonar la ciudad en caravana. A las cuatro de la mañana y alumbrados por nuestros teléfonos nos dirigimos caminando hacia el mercado, desde donde saldremos con las primeras luces en un convoy de destartalados 4x4 que no sabemos cómo, nos llevarán al ferry que cruza el Níger y desde allí hasta Douentza, casi siempre por el costado de algo intransitable que aún se llama y alguna vez fue “la carretera”.
No estoy seguro de qué es lo quiero recordar de Tombuctú, quizá lo que ví, quizá lo que hubiera querido ver. Encontré dos ciudades, dos territorios: uno real y desvastado, el otro dentro de mí, fantástico y crecido a fuerza de mil historias, de lecturas y fantasías. Al fin pudieron encontrarse y verse y conocerse entre las ruinas y la arena y la tierra y en medio de esa nada tan llena de todo, estaba yo mismo… y María Inés, que me pregunta qué busco allí, sabedora de que hace una vida que deseo llegar a esa ciudad.
Trato de responderle y no puedo; solo sé que es el fin del viaje, de este y de otros que nada tienen que ver con geografías. Y no me sale esconder la tristeza que me provoca esta ciudad, tan patente luego de tantos días por el país de la alegría.
Me cuenta que ella también siente la pena por este lugar.
Y después se queda tan callada, tan bella y tan triste como la misma ciudad.
Mopti, invierno de 2014

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