Desde Bamako a Casablanca hay apenas dos horas de vuelo. Y una distancia incalculable.
Desde la serena sencillez de las etnias malienses al opulento frenesí de las ciudades imperiales marroquíes hay literalmente un abismo. Para un argentino educado con mentalidad europea, como se nos educa en las escuelas argentinas, lo natural es pensar que es la diferencia entre lo “primitivo” y lo “civilizado”, pero un poquito más allá hay también otras cosas; “Primo mangiare, dopo filosofare”, dice la famosa sentencia latina, y debe ser por eso que algunas fichas me cayeron a la hora de almorzar, intentando entender como era eso de la comida marroquí.
Apenas llegados por la mañana a Marraquesh, con María Inés nos instalamos en un hermoso Kashba, que así se llaman los hoteles construidos sobre antiguas posadas de comerciantes, antiquísimas, bellísimas y por supuesto, con hermosas terrazas, en donde funcionaba el restaurante donde fuimos a almorzar. El caso es que nos trajeron una carta de la cual no comprendíamos nada, es decir, la comprendíamos pero no sabíamos en qué consistía la comida; al fin nos decantamos por pedir dos “menús” que constaban de agua, sopa, una ensalada, tagine, y postre.
Veníamos de unos cuantos días en Mali, ya acostumbrados al arroz con pollo, arroz con pescado, arroz, pescado, y alguna otra cosa que se saca del Karité[1], lechuga, cebolla, sal y fin del menú. Todo siempre preparado en el momento, incluso en los “restaurantes” como ya reseñé por ahí, hablando de Tombuctú. Se mata el bicho, se lo cocina y se lo come. Y punto. Comida sana, sencilla y fresca.
Pequeña sorpresa nos llevaríamos en Marruecos, apenas servido el menú.
El mozo comenzó a desfilar trayendo cantidades industriales de cazuelas con... de todo, mejor mirar la foto. Y eso era solo la ensalada. Luego trajo una espesa sopa sabrosísima de ya no me acuerdo qué, luego el tagine y luego más cazuelas con dulces variados. El caso es que el menú era mucho más que abundante, imposible de terminar, literalmente hablando.
¡Y ni que decir de las exquisiteces, las especias, los aromas, los sabores, la presentación, todo! “Comida para sultanes” pensaba yo. Así fue que nos quedamos mirando... mejor dicho, me quedé mirando a María Inés, petrificada frente a los platos y cazuelas como tratando de entender que hacía tanta comida frente a nosotros, sin acertar a decidirse cómo y por dónde comenzar. Y fue entonces que comencé a pensar lo que ahora quiero terminar.
Lo que pensé fue que no podríamos ni por asomo terminar la comida. Se tiraría buena parte de ella.
Y más cosas: por ejemplo que para elaborar una comida tan elaborada –valga la redundancia- hacen falta muuuuchos ingredientes, y no veía posible que todo lo diera la misma tierra; aquí hay comercio pensaba, ¿especias de oriente? ¿Frutos de zonas remotas? Comercio implica dinero, dinero implica riqueza, riqueza implica pobreza... ¡¡Eppp!! Aquí me tropezé con algo...
¡Y sí! Silogismo va, silogismo viene, llegué a algunas conclusiones. En Marruecos había gente rica (en Mali no), había gente pobre (en Mali no), había impresionantes palacios con más oro que ladrillos (en Mali no), había mozos muy serviles y con uniforme (en Mali no), había quienes comían mucho y quienes no comían nada (en Mali no), quienes vivían en palacios y quienes en taperas (en Mali no) y se podía preparar más comida que la que uno puede ingerir y simplemente tirar el resto (en Mali, absolutamente no). Y también que Marruecos era mucho más parecido a la Argentina que Mali.
Conclusión: en Marruecos había grandes diferencias de fortuna, algunos tienen mucho y muchos poco y algunos nada. En Mali eran todos más o menos iguales, todos tienen lo que necesitan para vivir como se debe y poco o nada más. Y me quedé pensando si no conviene más ser medio primitivo que tan civilizado y aquí comienza la gran disquisición, porque a mí me enseñaron en la escuela que es mucho mejor ser bien blanco y civilizado (y rico si es posible) que un negro que anda en pata para todos lados, lanza en mano y lleno de tierra.
Y después de comer, a pasear. Y al pasear iba, creo que de manera inconsciente, asociando estas cosas y no pude menos que pensar: ¡la pucha! (pensé “la puta” en realidad; no soy taaan educado a pesar de los esfuerzos de mi madre, que en paz descanse) cómo se nos “educa” la cabeza para pensar las cosas al revés: lo natural, sano, justo, se nos presenta como pobre, primitivo, indeseable. Y lo otro como lo ideal.
Y estas cosas seguí pensando durante el resto de nuestro viaje, aunque creo que no se las comenté a María Inés, pero no sé porqué, tal vez porque era más una intuición en ese momento, y recién ahora las “mastico” un poco mejor (soy un poco lento como se ve, ha pasado más de un año ya).
El caso que nos metíamos en los interminables zocos atiborrados de las más variadas tiendas, paseo para acá y paseo para allá. Y lo que veía era igual que la comida: muy elaborado y complejo. Todo contrastaba con las tribus malienses: la joyería de oro y plata y piedras de aquí con los sencillos adornos de allá (semillas y cosas así); los finos y complejos instrumentos musicales de aquí, con los simples instrumentos de percusión de allá (golpeados con una ramita); la artística y recargada arquitectura de aquí con las sencillas chozas de paja o casas de barro de allá.
Lo que me dí a pensar es que por allá (en Mali) todo habla de las personas, sus atavíos y sus viviendas nos cuentan de las personas que los usan y habitan, quienes son, que hacen, si tienen hijos, y cosas así. En cambio por acá todo comunica una sola cosa: cuanto tengo. En la tribu las personas son, aquí tienen.
Pero bueno, que nos fuimos por las ramas, mejor volvamos a la comida, porque de esto se trata el artículo.
El momento de la comida, es un momento importante, un momento de reunión, de compartir. O no.
Veamos un poco esto, porque tiene algunas variantes. Hace poco leía un libro de Michael Pollan[2], donde este atinado señor nos dice que, en resumen, lo más importante que aprendió mientras investigaba las cuestiones relativas al “cocinar”, fue que cocinar -y comer- conecta. Me pareció maravilloso que hiciera centro en ese detalle, que tan desapercibido nos pasa. No solo a los argentinos, creo que también a los marroquíes y a los malienses; pero por diferentes motivos.
Aquí en “occidente”, cada vez es más común comer solo, en la calle, en un bar al paso o caminando mientras vamos a algún lugar (no hay que perder tiempo).
Esto, que parece tan... normal es... ¡increíble! No puedo imaginar ningún momento en la historia de la humanidad -salvo situaciones de excepción- en que alguien coma solo. Somos seres absolutamente sociales y la comida, el momento de la comida es el momento donde las actividades de cualquier grupo se detienen para reunirse a comer. Estamos permanentemente interactuando con otros, pero ¿a qué lugar se va desplazando la “conexión” con el otro?
Volvamos un momento a la tribu, en la que todas las tareas y actividades son compartidas; aquí el momento de la comida no tiene ninguna característica de solemnidad, es una actividad más, tan importante como casi todas las demás, pues todas están orientadas a un mismo fin: producir y reproducir la vida inmediata de los integrantes del grupo y hacer que este grupo sobreviva, permanezca y se desarrolle.
En nuestra sociedad creo, la cuestión se ve diferente, sospecho que no tenemos la sensación de ser importantes para la consecución de algo más grande, que excede mi individualidad; por el contrario, todo se repliega sobre mi individualidad, que es lo más importante sobre todo lo demás, y si tengo que anteponer mi interés por sobre el del grupo o los grupos a los que pertenezco, no lo dudo un instante: YO soy lo más importante. Y ese paso de la vida en comunidad a la vida individual dentro de una sociedad (ya no sé si podemos hablar de comunidad) lo podemos observar tanto en Marruecos como en Argentina.
En Marruecos se puede encontrar a cada paso la “mezcla” entre la organización social antigua y la moderna (casi que hasta dividida geográficamente dentro de las ciudades: todo lo “antiguo” lo vamos a encontrar en las medinas -casco antiguo de las ciudades-). La medina a su vez está dividida en “barrios” o sectores: aquí los que trabajan el cuero, allí los curtidores, allá los ceramistas, por aquí los hojalateros, los joyeros y por todos lados los panaderos. Todos con una característica común: son las familias extensas las que organizan cada rama productiva, pasando de padres a hijos los diversos oficios; es lo que permanece de la vida en comunidad. Pero esta vida común se inserta a su vez en un todo mayor que implica una sociedad de clases, donde hay jerarquías, títulos de nobleza y privilegios. Y si vamos de la vida en comunidad de los trabajadores manuales hacia la vida social de los grandes comerciantes y nobles, la cosa cambia un poco, sobre todo a la hora de comer. En la cúspide social de nuevo encontramos el dinero que permite poner personas a mi servicio para que se especialicen y realicen UNA sola cosa, por ejemplo cocinar. Entonces la comida se convierte en un evento social y comercial, puedo invitar gente a suntuosos banquetes, donde la diversidad de platos, su impresionante presentación, y su compleja elaboración van a servir para mucho más que para reproducir mi vida inmediata (reponer las energías que gasté durante el día) y de paso compartir un momento de disfrute con el resto del grupo; va a servir para dar cuenta de mi estatus social y de mi capacidad económica. Si se observa con atención, aquí la “conexión” se da de otra manera: no fue la persona la que se conectó a través de la comida, de hecho, no tocó una olla. Compró algo impactante y lo compartió con sus invitados o su familia. El gesto bello y simple de dar de mí y compartir-me, ha sido mediado y distorsionado por el dinero. No comparto, exhibo.
¿Y en Argentina? Ahh, aquí encontramos de todo, como en botica (o en las farmacias de los Bereber, son maravillosas). Desde las familias “a la italiana” donde la hora de comer es sacrosanta y todos deben reunirse en la mesa familiar, sin excepción, hasta el yuppie que almuerza solo y en diez minutos en un Mc Donalds (no hay que perder el tiempo); y entre medio todas las variantes, incluso alguna ciertamente novedosa, al menos yo tengo noticias desde hace pocos años: familias que comparten el mismo apellido y grados de parentesco cercanos o lejanísimos que una vez al año se reúnen para compartir una comida multitudinaria. Hace poco se realizó cerca de mi pueblo uno de estos eventos, en donde se reunieron más de tres mil “parientes”, algunos incluso venidos de otros países. La tribu se asoma a través de miles de años de historia, negándose a desaparecer.
Y no desaparece del todo, nos queda, no a todos por cierto, la pequeña, mínina tribu familiar, o de algún amigo cercano, con quienes compartir, de tanto en tanto una comida realizada más o menos con nuestras propias manos –podría ser el típico asado- incluso las “peñas” de amigos, que siempre se reúnen en torno a la comida y con la cual el anfitrión realiza homenaje al vínculo que los une.
El pasado miércoles, en la peña de amigos, Sergio ha cocinado un espectacular pollo al disco para el resto de los “muchachos”, y todos -o yo al menos- nos hemos sentidos sentido halagados y le hemos correspondido con innumerables elogios.
Hace unos días, hice mi primeros quesos de leche de soja, uff, comenzé con las semillas y terminé en un queso casi igual al queso de leche común, ¡bueníííísimo! Y le di una parte a María Inés, que se está volviendo vegana. María Inés por su parte ha cocinado una lasagna -vegana- que sería la envidia -o la desgracia- de Garfield y me ha traído una inmensa fuente.
Y pienso... ¿No es esto importante? ¿No es esto compartir? ¿No es mejor este gesto, de alimentarnos mutuamente, con todo lo que significa, que ofrecer al otro un regalo costoso o una comida en un restaurant cinco estrellas?
Al final termino pensando que sí, que la comida y la cocina conectan, porque estamos dando algo de nosotros, íntimo, franco, del corazón. No dinero u ostentación para “impactar”. Aquí uno no siente que tiene algo, sino que es alguien. Si María Inés o los muchachos de la peña me invitaran a comer al mejor restaurant, me sentiría menos valorado que con el pollo o la lasagna; el restaurant se paga, no hay que poner más que dinero. Con lo otro se pone el cuerpo, el corazón, el alma. Y eso vale, ¿No?
Gualeguaychú, Verano de 2015
[1] El karité (Vitellaria paradoxa) es un árbol de hasta 15 metros de altura de las sabanas arbóreas del oeste de África. El nombre de karité significa árbol de mantequilla. Este árbol puede vivir hasta tres siglos y el diámetro del tronco puede medir hasta un metro. (fuente: wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/Vitellaria_paradoxa)
[2] Pollan, Michael (2013). Cocinar. Una historia de la transformación. Argentina: Debate