Debo reconocer que poca es mi experiencia en ferias internacionales del libro. Solo conozco una, la de Buenos Aires y bastante hace que no voy. Sucede que comenzó a producirme urticaria tanto circo en torno a eso de la “cultura”.
     Pero en fin, en mi carácter de profesor, de buen lector y de mal escritor, sentí algo así como un imperativo moral que me impelía a acudir sin falta a la cita. Una cita con la “cultura” cubana; y es muy interesante, pues eso que llamamos “cultura” es en realidad una propiedad, no una colección de objetos -libros, cuadros, piezas de teatro, partituras, etc.- ni mucho menos las personas que las producen. La cultura es una propiedad de la forma en que utilizamos las pautas o reglas para ejercer nuestra acción social y, de ese uso, eventualmente se derivan estos productos, feria incluida.
     Hechas las aclaraciones, entremos a la feria, o al menos intentémoslo, porque para quien no conoce las pautas culturales del lugar, puede ser toda una tarea.
Primero llegar
A la feria no se puede llegar caminando, pues se desarrolla en el Fuerte de los Tres Reyes Magos del Morro, para acceder al cual hay que atravesar un túnel exclusivamente vehicular. Cuando ya había decidido tomar un taxi y que me cobren lo que quieran, vista mi evidente situación de extranjero, es decir “turista”, me entero por casualidad que desde el Capitolio salen guaguas -como les llaman aquí a los colectivos- hacia la feria; hacia allí me dirijo, para viajar junto al pueblo o al menos entre las pautas argentinas, la intelectualidad menos pudiente-porque convengamos que “el pueblo” en Argentina no va ni por asomo a un evento tan fino  -y caro-. Al llegar veo lo que me temía: colas de incalculable gente esperando por las guaguas; pero la cosa no fue tan mal, me instalé en una de las colas que en realidad son amuchamientos donde el que llega pregunta quién es el último y así sabe detrás de quién le corresponde pasar, pues de hacer fila, nada. El caso es que justo a nuestra “cola” que era pequeña, llegó una guagua y logré pasar mientras que se producían desprendimientos vertiginosos desde las otras colas hacia la nuestra. Al fin la guagua asiló a nuestra cola y varias más y, cuando ya no cabía un alfiler, arrancó con el estruendo correspondiente. El grupo humano guagüero no se correspondía a lo que yo esperaba: no había intelectuales pelilargos con boina y pinta de psicobolches, ni señoras y/o señoritas paquetas, ni yuppies, ni nada de nada. Solo gente común y corriente, familias enteras, muchos adolescentes, ancianas/os octo/nonagenarios sobre los cuales me preguntaba si resistirían el viaje -lo hicieron- y todo el mundo como si fuera de picnic. Lo más llamativo era que casi nadie hablaba de la feria, ni de libros, ni de las conferencias, la firma de ejemplares, ni de las personalidades que estarían. Había más bien un ambiente dicharachero y algún “son” se desprendía de algún celular; y no se armó baile porque estábamos muy apretujados, que esta gente baila hasta esperando el semáforo. No se  respiraba, según estamos acostumbrados en Argentina, ningún respeto por la cultura.
     La Fortaleza del Morro (vamos a abreviar) es una plaza bellísima de principios de la época colonial, ideal para el evento dados sus grandes espacios abiertos e innumerables dependencias donde alojar pabellones. La guagua nos depositó a buena distancia del ingreso y de nuevo una marea humana, pero esta vez multiplicada al infinito, queriendo llegar hasta la entrada o hasta la cola para sacar la entrada. Por suerte ya tenía la mía, comprada días antes en una librería, y fui directo al ingreso. Para eso tuve que atravesar un kilómetro de puestos diversos ¿Merchandaising? ¿Ong’s? ¿Libreros “off the feria”? Naaaa… ¡comida!, de la quieran, comida y nada más comida; un puesto al lado del otro y todos abarrotados como si fuera la última comilona. Desde que pisé La Habana me han llamado la atención los puestos de comida por todos lados, todos trabajando, las 24 horas. La gente come en la calle sin parar y la feria no era una excepción. Nada de Mc Donalds, “burritos”, “superpanchos”, KFC o cualquiera de esas chatarras “gourmet” que comemos nosotros en vistosas cajitas y sentados. Acá van las pizzas, el chorizo, las fritangas, y muchos dulces, todo envuelto en papel de estraza. Algunos puestos estatales y otros particulares, nada de cadenas internacionales ni cadenas de frío. Y helados por doquier ¡Este pueblo AMA el helado! –y la cerveza y el ron, que aquí se pueden beber en la calle y todo el mundo lo hace a toda hora-.
     Así comenzó mi visita a la feria. La entrada pues, fue todo un prolegómeno de lo que vería dentro: todo el mundo muy alegre, distendido y comiendo; sentados en el pasto y como de picnic la familia disfrutaba el día hermoso sin ningún tipo de apuro, y se llenaba de energías antes de iniciar el recorrido.
Después entrar
A poco pude identificar el ingreso y su correspondiente cola-amuchamiento, ya que la señalética era en absoluto inexistente, pero como hacían todos, llegué preguntando y adivinando a quien preguntar, puesto que el uniforme del “staff” que se usaría en argentina, aquí no corre. Era hermoso ver como las familias, grupos de amigos y gente suelta entraba al “evento cultural” con la entrada en una mano y la pizza/chorizo/fritanga o cualquier cosa irreconocible para mí en la otra.
     Me di a pensar que la ausencia de clases sociales se expresaba también en la ausencia de marcadores de clase tipo cultos/incultos (aquí son todos instruidos), negros/blancos (aquí todos son personas), distinguidos/grasas (aquí cada uno se viste y expresa como quiere) y otras dicotomías tan presentes por la patria.
     Entonces nadie tenía que caretear nada y cada uno se expresaba libremente, incluso con la barriga; es tan, pero tan evidente la ausencia de ese peso de tener que comportarse cómo, que finalmente cuando entré estaba a por lo menos veinticinco centímetros del piso.
     Como aquí no hay lectoras electrónicas o molinetes automáticos en algún momento del avance, en medio de la marea y sin entender de dónde salían, uno se topaba con alguien que solicitaba la entrada, la rompía, la metía entre las que ya tenía en la mano y listo. Cuando las manos no podían más, le pasaba la pila de bollos a alguien que más lejos los tiraba dentro de una bolsa o una caja de cartón; y cabe mencionar que ese alguien era cualquier alguien, pues nada identificaba al agente de su supuesta agencia: ni uniforme, ni cartelito en la solapa ni ná de ná, pero el sistema funcionaba y entrábamos como chijete.
     Una vez adentro de la fortaleza, a pensar por donde comenzar. Bueno, esa tarea es difícil pues como ya adelantamos al llegar a la feria, dentro de la misma tampoco hay la señalética de diseño a que estamos acostumbrados por aquí, ni de diseño ni de ningún tipo. Los únicos carteles visibles eran unos grandes pendones sobre las altísimas paredes que tenían una foto de algún autor famoso, su nombre y la leyenda “Leer es crecer”. En fin, que no había “circuito” ni Pabellones para cada actividad ni tenía idea de para donde ir pues no había ningún cartel de nada. Apelando a toda mi experiencia de vida, sagacidad e intuición disponibles, opté por seguir derecho.
     Pasé junto a una pequeña puerta y vi de reojo bancos como de iglesia y dos o tres personas sentadas; sobre la puerta un cartel rezaba “Chapell” y me llamó la atención que en medio del evento hubiera gente con ganas de rezar, sobre todo en un país que hasta donde he visto, no se desespera nadie por llevar el cirio en la mano; la curiosidad pudo más, di media vuelta y me asomé con mi mejor cara de monaguillo. Advertí entonces que entre los bancos y el altar barroco de piedra, el original de la capilla de la fortaleza, había una mesa con un micrófono y un señor de barba y pelo canosos se disponía a sentarse. Rápido como el viento, percibo que estaba sobre una entrada secundaria o salida de emergencia (no sé cómo se manejaban los españoles en el siglo XVI) pero me fui presuroso a la puerta principal –que no era mucho más grande- y me metí entre los doce o quince fieles que se disponían a escuchar vaya a saber qué.
     El grupo era muy, pero que muy variopinto, y el disertante comenzó, valga la redundancia, a disertar. No se las voy a contar aquí, pero presentaba la primera antología en castellano sobre poesía de amor china, y la verdad fue tan claro, tan didáctico y tan hermoso lo que propuso que terminé escuchando con cada vez más atención la charla, que dicho sea de paso duró apenas más de media hora y, por supuesto comprando un ejemplar del libro. El hombre nos sumergió en los estilos y razones de los funcionarios-poetas de la época imperial hasta los de la actualidad, lectura incluida y con comentarios de tres o cuatro poemas emblemáticos. Una belleza. Cuando terminó, simplemente dio las gracias, se levantó y se fue.
Paréntesis: apuntes sobre la charla
Aquí quisiera hacer un paréntesis en el relato para hacer alguna reflexión, pues ya en ese momento sentía que estaban pasando algunas cosas interesantes y que tienen que ver, justamente, con la cultura en cuanto ejercicio de nuestra acción social. En fin, cómo nos relacionamos socialmente a través, en este caso, de la literatura.
     Todos sabemos que a Cuba le sobran ganas pero le faltan recursos, todos los recursos materiales que uno pueda imaginarse; aun así, le ponen el pecho a las balas y organizan esta feria. Pero esta feria, a mi modesto entender, le pasa el trapo a la de Buenos Aires y seguramente a cualquiera otra del bloque “occidental y cristiano” y eso por el simple hecho de que es una feria… ¡del libro! ¡Ahh... que vivo! dirá el lector, pero sí, hay que aclararlo, el protagonista exclusivo es el libro, no las librerías, no las editoriales, no los gobiernos, no los escritores, no los editores, no los diseñadores, no el comercio y la ganancia. Aquí el libro no es una excusa para nada, es la razón y fundamento. Está bien que se pueden mejorar cosas, por ejemplo no existía un “plano” de la feria, ni un programa de actividades; las actividades que se realizaban en la “Chapell” donde asistí a la conferencia estaban impresas en una hoja A4 que estaba pegada dentro de la sala, o sea, enterarse con anticipación era bastante difícil, por lo tanto programar la asistencia a actividades también; pero aun así, se podía. Bastaba encontrar y recorrer los lugares de charlas, meterse a ver los programas y elegir.
     Para que quede claro lo que quiero decir, el protagonista es el libro y lo que contiene. Y la gente que lo va a leer. Y eso es muy notorio. Era alevosamente notoria la ausencia de “negocios” con la feria. Como veremos un par de párrafos más adelante, ni siquiera las personas podían “venderse” o generarse valor social, cosa que entre nosotros, ocurre más que en exceso. Ni siquiera una miserable pintada diciendo “Fidel lo hizo”.
     Y ya que estamos con la charla y las formas de ejercer la acción social, vamos a pensar un poco esta que nos ocupa: de nuevo, el protagonista era el libro. Lo sabía el disertante y lo sabía el público. Aquí no vino ninguna “autoridad” de la feria a “presentar” al distinguido erudito que nos iluminaría sobre la poesía china. Ni en el público había onda “evento cultural para cultos interesados en la poesía china”, toda gente de lo más común y corriente, vestida de lo más común y corriente. Tampoco los habituales “groupies” del señor intelectual que asienten con la cabeza cualquier bolazo solo porque lo dice ÉL. Nada, pero nada de eso que entre nosotros es moneda corriente. El tipo vino solo, sin trajecito finoli ni uniforme de intelectual, se puso a hablar de lo que vino a hablar (no contó ninguna anécdota de intelectuales ni supimos si estuvo en china o si es amigo de Fidel, ni nos tiró con bibliografías ni enciclopedias) de una manera hermosa, clara, didáctica, para un público que desconoce el tema habló, terminó, agradeció, saludó y se fue.
     Apenas y por haber comprado el libro me entero, leyéndolo, que es una obra perteneciente a la Editorial Colección Sur, y la edición está auspiciada por el Instituto Cubano del Libro, el Festival Internacional de poesía de La Habana y el movimiento Poético Mundial; y de que Alex Pausides, el disertante en cuestión, es nada más ni nada menos que el director de la editorial. En cuanto al público, a la mayoría nos atrapó la charla –solo una persona se levantó y se fue- y casi todos compramos un ejemplar (al irrisorio precio de 50 pesos cubanos, menos de treinta pesos de los nuestros), lo que significa que logró interesarnos por la expresión de un género que por estos lares es más que desconocido (los chinos son muy elementales y toscos, por eso casi no tienen arte, leí en una historia de los estilos artísticos escrita hace años por un erudito europeo reconocido internacionalmente, del cual olvidé el nombre). Es decir, el objetivo de la antología de poesía china tenía por objeto presentar e interesar al público acerca de un hermoso género artístico para nosotros casi desconocido; hizo exactamente eso y todos salimos enriquecidos y felices. Y no éramos ninguna caterva de intelectuales, gente común y corriente que lo compró no para “adornar” la biblioteca, sino porque le interesó y lo va a leer.
     En fin, que lo que quiero recalcar aquí es la relación de los cubanos con la literatura, que parece ser una relación franca y natural, donde lo que se obtiene es placer y conocimientos, y no tanto un “patrimonio cultural” para exhibir y poner en valor a mi persona. Un patrimonio dicho sea de paso que, en nuestra forma de ejercer la cultura exige cierto sacrificio, cierta solemnidad –la cultura es algo muy serio-.
Y como allí no se respiraba seriedad me pasaron cosas que no sé si me hubieran pasado en otros ámbitos; decía que el tipo era muy didáctico y claro, escucharlo era fácil, muy fácil, y uno podía dejarse llevar por las palabras y mucho más por las poesías; mientras escuchaba algunas mi cabeza se iba lejos o muy dentro y se me apelotonaba la cabeza de imágenes, de pinturas con las cosas que contaban los poetas y ya quería agarrar el libro y sumergirme a bucear entre las palabras de colores y ponerme a dibujar ahí mismo
     Fin del paréntesis.
¡Y a disfrutar!
Terminada la charla, comencé entonces el recorrido por los innumerables pabellones, que no eran otra cosa que las innumerables dependencias de la fortaleza, no muy grandes por cierto; en cada una había varios stands de diferentes editoriales y no supe acertar cual era el criterio de ubicación, pues cada pabellón era compartido por editoriales de diferentes temáticas y/o países. Hay que destacar que no había pabellones más importantes que otros, todo eran iguales y todos los stands eran iguales, tipo box, con un cartel con el nombre y país de la editorial.
     Había cientos de editoriales, todas y cada una absolutamente desconocidas para mí, incluso algunas argentinas (hasta esa que hace los libros en miniatura); brillaban por su ausencia las grandes editoras internacionales, seguramente más preocupadas por cumplir con el bloqueo que con la literatura, pero eso es otro tema.
     Y también había editoriales de países que uno no imagina que tengan editoriales, no porque no puedan sino porque para nosotros simplemente no existen; pero tienen y editan en español, Ucrania por ejemplo.
     También había una, sí una, editorial norteamericana que no le dio bola al bloqueo.
     Todo fue pasear y disfrutar. Los pabellones y los libros no se acababan nunca y había de todo absolutamente lo que uno buscase -a excepción claro está de lo que yo estaba buscando, pero es la ley de Murphy; buscaba libros de dos autores cubanos precisamente- y aún al aire libre había carpas de la editora nacional de Cuba y de libros “de uso” como llaman aquí a los “usados”.
     También había un sector dedicado a los niños, no con libros porque libros para niños había por todos lados, sino con programas para trabajar a partir de papel reciclado: desde pintura china hasta papel maché, pasando por innumerables experimentos y técnicas.
     Y millones de puestos de comida y otro tanto de helados. Y un montón de lugares para tirarse en el pasto a leer y/o comer, cosa que por supuesto hice; disfruté de la poesía de amor china y una rica y casi nutritiva pizza de queso con algo, intentando no chorrear ni el libro ni el pantalón, pero bueno, todo no se puede. También podía uno sentarse o caminar por la larguísima muralla de la fortaleza, entre los cañones y mirando a través de la entrada del mar hacia La Habana vieja. Realmente el lugar se dejaba disfrutar en todos los sentidos.
Final feliz
Finalmente se me ocurrió irme, pensando quizá en regresar otro día, puesto que no había recorrido todo, aunque más por el placer del lugar y la belleza del evento que por haberme perdido de algo.
     Al salir no pude evitar fijarme que casi todo el mundo se iba, al igual que yo, con varios libros en la mano, y no es que a los cubanos les sobre el dinero, precisamente. Otra cosa que me gustó era que salíamos con los libros en la mano. Ninguna de las editoriales presentes había gastado un mango en bolsas con la propaganda de la editorial; y salí de la feria –primera vez en mi vida y he ido a muchas ferias de todo tipo- sin ningún folleto ni sticker ni prendedor ni señalador ni gorrito ni nada de nada de nada de merchandising.
     Este año la invitada de honor a la feria fue la República de la India, pero no tenía pabellón, ni stands especiales ni nada. Y sus editoriales compartían pabellón con las demás y eso también estuvo bueno.
     En fin, que me quedó la sensación de que eso de la cultura, aquí se vive y se disfruta, no se padece. Y digo se disfruta en serio, y eso se nota en todos los detalles, porque la feria estaba pensada para ser vivida y disfrutada. Alguna experiencia tengo en lo que al diseño de este tipo de cosas se refiere, y los criterios que usamos en el “mundo libre” son diferentes. Tampoco había nadie intentando vender nada a niños ni adultos: no había recuerdos, ni juguetes, ni remeras alusivas, ni accesorios tecnológicos, ni nada. De nada. Solo libros, comida -y los puestos eran todos iguales, no había unos “baratos” pa comer parau y otros “finolis” con mesa y mozo- y un lugar más que hermoso para tirarse y disfrutar los libros, los amigos o la familia o simplemente de uno mismo y el paisaje, como en mi caso, y por supuesto del día realmente peronista (no sé cómo le llaman aquí a esos días ¿Fidelistas? ¿Marxistaleninistas?).
     Y reírse a carcajadas, aquí sí que se podía y todos lo hacían. Y nadie sentía la “cultura” como una bolsa en la espalda a la que hay que cargar; todos nos movíamos livianos, hermosos; hasta los autores, las autoridades, los jefes –seguro que estaban allí, pero no se distinguían del resto, como el bueno de Alex Pausides-. Hasta yo, que andaba solo y con una sonrisa estampada en la boca, y por primera vez en mi vida no me sentí un pelotudo alegre. Nada más estaba disfrutando.
     Y el último detalle, el más lindo, el que marca esa forma hermosa de relacionarse de los cubanos:
     Como dije, muchas, muchas familias: la abuela, los padres los hijos nietos y bisnietos, todos a la feria; en unas cuantas, la mayoría de estas familias, los padres salían con uno o dos libros, o ninguno. Los chicos… atiborrados de libros de cuentos, novelas, y montones de enciclopedias gigantes que los traían emocionados y casi sin poder cargarlas, como a su alegría.
La Habana. Invierno de 2015

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